«What good is my truth? My truth means nothing /
¿De qué sirve mi verdad? Mi verdad no significa nada».
DeLillo, White Noise
Hemos sufrido una pandemia que nos ha tenido meses encerrados. Las historias, las circunstancias, las consecuencias son muchas, algunas muy trágicas y otras no tanto. Somos escombro de Antropoceno y lo que ha pasado no debería habernos sorprendido; hemos estado eludiendo nuestra responsabilidad durante mucho tiempo. Durante el confinamiento algunos han sacado el espíritu crítico del fondo del armario junto con la ropa de verano, listo para usar en la desescalada. Así nos va, otra década más haciendo lo mismo.
No es momento de dramatismos. El estado de alarma sólo ha acelerado algo que ya existía y que llevaba mucho tiempo alimentándose de nuestra indiferencia y de la lógica del capital. Nos hemos vuelto prescindibles, no prioritarios. Nuestro valor es económico. Es el pago por la arrogancia y la desatención. Para algunos las circunstancias actuales no han cambiado su situación, ya que la precariedad es un estándar del día a día que ha pasado por todo tipo de crisis. Esta es una más.
¿Y ahora qué? El futuro como extensión del pasado ya no funciona por muchos túneles del tiempo que queramos abrir. No existe tal vuelta a la normalidad, a lo conocido, a lo establecido. Pero pensándolo mejor: ¿qué es lo establecido y quién lo dicta? Antes del estado de alarma varias voces nos avisaban de la entronización de la nueva era de las tinieblas, la «Age of the Dark Enlightenment» de Berardi (2019) o «New Dark Age» en el caso de Bridle (2018). La razón ha sido sustituida por la «ferocidad de las matemáticas financieras» (Berardi, 2019, p.44) y la teocracia computacional parece ser la única capaz de sacarnos del atolladero. La romantización del confinamiento como un espacio para la reflexión y el cambio ha durado hasta la apertura de las terrazas. No ha sido más que un espejismo provocado por una deshidratación emocional. Si se hubiera desarrollado una empatía real no seguiríamos con las mismas ruinas mentales. Muchos artículos han proliferado durante este tiempo intentando buscar soluciones o al menos sacudir conciencias. Muchas referencias a las distopías y la ciencia ficción. ¿Por qué será? El imaginario colectivo parece incapaz de digerirlo y necesita una narrativa que sirva como «ensayo de la realidad» (Barceló, 2020).
Se ha hablado mucho sobre la resiliencia durante el confinamiento: «La capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos», como se define en la RAE. Pero lo que realmente ha sucedido es la acomodación y aceptación de la teocracia computacional como referente y fundación del trabajo, la comunicación, el entretenimiento y el pensamiento. Qué habría sido de nosotros sin aplicaciones y plataformas como Zoom, Netflix, Spotify, Youtube, WhatsApp, Facebook o Instagram, entre otros. La segunda acepción del término que aparece en la RAE la define como la «capacidad de un material, mecanismo o sistema para recuperar su estado inicial cuando ha cesado la perturbación a la que había estado sometido». Pero nuestra resiliencia ha sido posible gracias al Wi-Fi. Sin conexión a internet nuestra percepción y gestión del estado de alarma habría sido muy diferente.
El futuro es digital y online. El pensamiento computacional como describe Bridle (2018, p. 15) es «una extensión de lo que otros han llamado solucionismo», la creencia de que tecnología puede resolver todos nuestros problemas. Su hegemonía es la vieja y nueva normalidad. DeLillo ilustró perfectamente la situación actual en su libro White Noise con la frase: «no estamos aquí para capturar una imagen, sino para mantenerla» (2016, p. 24). Este es el pragmatismo heredado de la pandemia en cuyas garras han caído todas las disciplinas.
La sensibilidad y el espíritu crítico es lo que convierte el arte en lo que Le Guin define como «una simple técnica básica de la vida, como el lenguaje» (2018b, p. 224). Su utilidad no es económica pero sí crucial. Ideales aparte, los artistas dependemos de las ayudas y soporte de los centros y entidades público/privadas ya que sólo una minoría es económicamente independiente. Sin dinero no se puede producir. A primera vista parece un razonamiento correcto, o; pero si la creación artística dependiera únicamente de esta premisa, hace tiempo que … ¿habría desaparecido?
El futuro es entrepreneur, y es tiempo de purga. Solo sobrevivirán los que consigan capital o tengan trabajos aparte que les proporcionen estabilidad. En el fondo la situación no ha cambiado, solo se ha vuelto más extrema. Todos contra todos, a lo Battle Royale (Takami, 1999). La competitividad de la naturaleza humana no tiene límites. La pandemia ha sido otra oportunidad perfecta, como así describe Bauman (2017, p. 46): «Somos los competidores de todos los demás: si no se nos ha caído ya la máscara que disimulaba lo que somos, se nos caerá a la primera oportunidad. Las personas atrapadas en un «frenesí competitivo», tienden a tener la pólvora seca y lista, y los cañones bien engrasados: siempre a mano y a punto para ser usados». Aunque no todos disfrutamos de las mismas condiciones para tener esa “pólvora” para un uso inmediato. Si reducimos el arte a una mera competición por la supervivencia, a un batalla a los dos lados de la esfera digital, lo único que vamos a generar es puro escombro. Eso sí, bien legitimado y con todos los sellos de aprobación de calidad.
Un contraargumento para lo anterior sería el postulado neoliberal por excelencia en el cual la competencia individual es factor esencial para el funcionamiento óptimo donde el éxito económico es la norma ética fundamental. Una narrativa perfecta para el libre funcionamiento del mercado. La privatización del espíritu crítico y la sensibilidad permitiría que todo siguiera como antes, «los buenos viejos tiempos» (Le Guin, 2018a, p. 21). La elección es nuestra.
Ante tal panorama, no son muchas las opciones disponibles. Las más obvias serían tres: la normalización, la resignación o la revolución. En mi opinión, antes de pasar a las armas (o no), hay que solucionar un problema de base, la empatía. Por definición es la «capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos». Se ha normalizado la competencia pero no la empatía, aunque nos iría mucho mejor a la inversa. El confinamiento ha sido un aperitivo de lo que está por venir. Un aviso de que el siguiente golpe puede ser fatal. Pero nos da lo mismo. Solo queremos el reconocimiento de cada una de las verdades de urgencia individual generadas durante estos meses, legados post-pandemia y futuras ruinas virales. En mi opinión la producción artística realizada en confinamiento ha funcionado como catarsis y, ahora, es el momento de algo más. La rabia y la frustración contenida durante el estado de alarma ha salido de fase y todos queremos un altavoz para que se nos oiga alto y claro. Pero ¿es tan importante lo que tenemos que decir o es puro ruido? De acuerdo con la argumentación de Attali (2014, p.20),
«dondequiera que miremos, la monopolización de la transmisión de mensajes, el control del ruido y la institucionalización del silencio de los demás aseguran la durabilidad del poder». Cierto, pero no por eso podemos decir lo primero que nos pase por la cabeza. Por muy importante que nos parezca o, simplemente, porque necesitemos desahogarnos.
Creo que es una arrogancia asumir que el espacio íntimo, el silencio, nos da un poder especial a los artistas. Son espacios de verdad individual, microcosmos. La situación actual requiere algo más que una mera reflexión personal. No podemos aislarnos del ruido de fondo. Para poder hablar antes tenemos que escuchar, sobre todo lo que no queremos oír. Según Attali (2014, p.3) «al escuchar el ruido, podemos entender mejor a dónde nos lleva la locura de los hombres y sus cálculos, y qué esperanza aún es posible tener». Lo que nos dice ese ruido es que el futuro no nos necesita.
La desescalada parece una recogida de pedazos de una sociedad que lleva tiempo destrozada. Por mucho pegamento invisible que usemos, las grietas siguen estando ahí. No son arrugas por el paso del tiempo sino heridas abiertas de problemas no resueltos. Según Virilio (2003, p. 39), «el mundo es una ilusión, y el arte consiste en presentar la ilusión del mundo». Llevamos mucho tiempo intentando inventar el futuro a golpe de pasado. Es hora de inventar el presente a golpe de futuro. Es lo único que podemos hacer, ya que si no podemos imaginar una sociedad mejor estamos destinados al colapso. Se nos está acabando el tiempo. Hemos escuchado muchas veces lo mismo pero parece que seguimos sin enterarnos. ¿Cuántas catástrofes necesitamos para actuar de una vez?
En mi opinión la única manera de proceder que tenemos ahora mismo es crear una zanja defensiva, una trinchera. Y tendremos que hacerlo con los medios disponibles o inventarlos. No es momento para quejas y lamentaciones. Es hora de usar la herramienta más poderosa, la imaginación. No recibirá recompensa ni crédito porque no será la más visible. La zaga, la retaguardia del imaginario, más allá del delirio elitista y arrogante que tanto gusta a algunos. Si no cambiamos de actitud, dejaremos como legado puro escombro de Antropoceno que se venderá cual souvenir post-pandemia a las generaciones futuras. Si es que para entonces queda alguna.
Las soluciones no se van a encontrar a base de iluminaciones individuales, se necesita diálogo, empatía y ruido, por muy de fondo que sea. Ruido a ruido, capa a capa, hasta llegar al fondo, hacia el final aterrador, que necesita volver a escribirse si no queremos que su ficción nos devore del todo.
Referencias:
- Attali, J., Jameson, F., & Massumi, B. (2014). Noise: the political economy of music. Mineápolis [etc.: University of Minnesota Press.
- Barceló, E. (2020, 4 de mayo). Distopías, ensayo de la realidad. El futuro después del coronavirus. El País. Recuperado de https://elpais.com/especiales/2020/coronavirus-covid-19/predicciones/distopias-ensayo-de-la-realidad/
- Bauman, Z., & Santos, M. A. (2017). Retrotopía. Barcelona : Paidós.
- Berardi, F. (2019). Breathing: Chaos and poetry. Los Ángeles: Semiotext(e).
- Bridle, J. (2018). New dark age: Technology, knowledge and the end of the future. Londres: Verso, New Left Books.
- DeLillo, D. (2016). White noise. Nueva York : Penguin Books.
- Le Guin, U. K., (2018a). Contar es escuchar: sobre la escritura, la lectura, la imaginación. Madrid: Círculo de Tiza.
- Le Guin, U. K., y Horne, M. (2018b). Los desposeídos. Barcelona : Minotauro.
- Virilio, P., & Benegas, N. (2003). Estética de la desaparición . Barcelona: Anagrama.
Raquel Meyers (Cartagena, 1977). Artista multidisciplinar afincada en Bilbao que define su práctica como mecanografía expandida (KYBDslöjd) cuyo significado podría definirse grosso modo como «destreza manual con un teclado». Materializa los caracteres de texto y las pulsaciones de teclado más allá de la pantalla y cuestiona nuestra relación con la tecnología. No es una mera invención arbitraria. Tiene sus bases y referencias en la máquina de escribir, la poesía concreta, la demoscene y el brutalismo.
Desde 2004 su trabajo ha sido mostrado en centros de arte, galerías y festivales como Ars Electronica, Transmediale, Xpo Gallery, La Casa encendida, Liste Art Fair Basel, The Wrong – New Digital Art Biennale, La Gaîté lyrique, Tokyo Blip Festival, Square Sounds Melbourne, Supernova Denver, Vector Festival Toronto, ETOPIA, CRUCE, LABoral, iMAL, VISION’R, Mapping, Eufònic Urbà, LEV, MFRU, HeK, …