Reflexiones desiderativas para el arte del futuro, Miriam Rodríguez Morán (2020)

Textos críticos

El arte de no tocar lo que no se puede tocar se hace real, el arte de decir lo que no se puede decir ha de preservarse. Ciertamente, corren tiempos extraños en los que una vez más el lugar del arte se vuelve incierto. Sin embargo, ante la oscuridad, como lo negado, las obras de arte se reafirman como lugartenientes de lo oprimido y nos abren los ojos frente a la ceguera.

Preguntarse por el sentido del arte en tiempos de incertidumbre no es algo nuevo, ya en 1969 Theodor Adorno se cuestiona la pervivencia misma del arte mediante un juego de palabras que pone de manifiesto la incertidumbre implícita en su propio devenir: “ha llegado a ser obvio ─afirmaba─ que ya no es obvio nada que tenga que ver con el arte, ni en él mismo, ni en su relación con el todo, ni siquiera su derecho a la vida” (Adorno, 2004, p. 9). Un hecho paradigmático que hoy cobra especial importancia y que nos resitúa ante aquella pregunta kantiana, a saber, ¿qué nos es permitido esperar?

La incertidumbre revela la aporía que resignifica dialécticamente un mundo determinado por el fin; el fin de su propio concepto. La idea del fin del mundo, como fin último de la idea mundo es algo que ya postula Jean-Luc Nancy y que anuncia las implicancias filosóficas evidentes del extrañamiento en un mundo absolutamente transformado, y en continua y acelerada transformación, que ha de repensar continuamente su telos como finalidad sin fin.

Pensar el fin, como finalidad, nunca fue tarea fácil, pero aún más complicado es asumir las circunstancias problemáticas que ponen fin, de forma dolorosa, a la vida tal y como la conocemos. Decía E. Bloch que de la muerte no se habla y que por eso incluso el pensamiento desencantado teñía lo muerto de vida (E. Bloch, 2007). Es así, que la eventualidad del fin, reformula la idea de sublimidad, antes contenida en la “antítesis poesía y terror” y experimentada en la grandeza e inmensidad de la naturaleza. Hoy esa misma grandeza, otrora trasladada al gran aparato del sistema social, regresa para confrontar lo extenso con lo frágil, el poder con la debilidad, el dominio con su mentira, el miedo con la esperanza.

La incerteza sobre el para qué estético, en tiempos de pandemia y confinamientos obligados, nos devuelve a la pregunta por la misma posibilidad del arte. La cuestión en este caso será, si el arte sigue siendo posible en el desarrollo de sus prácticas y procesos habituales o si el giro, motivado por la coyuntura actual, nos invita a asumir nuevos desafíos. En cualquier caso, la apertura de posibilidades nos obliga a navegar en un mar verdaderamente incierto.

Se podría decir que las obras de arte producen un mundo propio que además, tal y como argumentaba Adorno, se contrapone al mundo empírico del que surgen, y que en tal confrontación se configura su propio movimiento. Sin embargo, en esa confrontación se revelan algunas paradojas, aparentemente irresolubles, en las que, por momentos, el arte parece contribuir a fortalecer aquello de lo que el arte mismo aspira a liberarse (Adorno, 2004). Pero el arte no se reduce a una mera proyección utópica, más bien al contrario, acciona la posibilidad de lo nuevo y ahora, que la distopía se hace real, pensar en un mundo mejor se vuelve tarea inexcusable.

En el contexto actual, atravesado por las urgencias sanitarias, resuenan con fuerza muchos de los postulados críticos de la Teoría Estética adorniana y, en este caso, no me resisto a proclamar, a viva voz, aquella idea que afirma que en tiempos en los que la realidad degenera, “la inevitable esencia afirmativa del arte se vuelve insoportable” (Adorno, 2004, p. 10). Insoportable para una sociedad administrada, compartimentada, desencantada y dirigida por el principio de la funcionalidad, en la que sin embargo el arte aún sigue siendo posible.

Es evidente que, la incertidumbre marca los tiempos que anuncian el colapso, sin embargo, no menos incertezas encontramos en el arte, cuyo despliegue implica un volverse contra aquello mismo que lo conforma, lo que convierte al arte en algo que “se vuelve incierto hasta la médula” (Adorno, 2004, p. 10) Si el arte se configura a través de su propio movimiento, que va cambiando con el proceso histórico, el problema se dirige hacia su propia determinación. Ciertamente, la negativa del arte a ser definido conlleva asumir algunas dificultades, no obstante, será precisamente el carácter problemático de esta cuestión particular lo que le confiere su gran potencial transformador. En un sentido general, podemos afirmar, con Adorno, que lo que el arte sea, vendrá determinado, no sólo por lo que el arte fue, sino también por lo que “el arte quiere (y tal vez puede) llegar a ser” (Adorno, 2004, p. 11).

La posibilidad de lo posible transforma el arte en un lugar para la esperanza que nos reconcilia con el miedo y nos advierte del giro que está por llegar. No obstante, no hemos de hacer de la necesidad virtud, esto quiere decir que, el arte no puede reducirse a un simple consuelo frente a la desesperanza; más bien al contrario, su contenido de verdad pasa por activar una auténtica refuncionalización que transgreda la racionalidad dominante con un objetivo claro: pensar mejor el mundo.

Slavoj Žižek afirmaba en sus últimas reflexiones sobre la pandemia, que ahora más que nunca “todos estamos en el mismo barco” (Žižek, 2020, p. 13), en este punto, es pertinente que tengamos muy claro ¿hacia dónde se dirige el barco?, ¿cuáles son las rutas marcadas? y ¿quiénes lo dirigen?

Las heurísticas del miedo, que marcan en el principio el caos, hacen emerger de nuevo la sospecha, aquella que nos confronta con nuestra propia debilidad ante lo-otro aparentemente dominado. El batacazo, latente, que anuncia la caída nos aporta una buena dosis de vergüenza, que momentáneamente adquiere aspecto de nueva oportunidad, preñada de buenas intenciones y ambiciosas posibilidades, que sin embargo, pasado el terror, se esfuman como la espuma en el mar agitado. Ante la esperanza, que asoma con el duelo, el olvido arremete sin compasión.

Es así que el arte, que se reafirma esencialmente en la producción contrahegemónica de formas de pensar, producir y actuar y que, contrario al dominio, acciona alternativas de cohabitación planetaria, se retiene “fuera” del mundo o se diluye en el espacio no menos viral de la red.

La fantasmagoría de la imagen sin cuerpo anuncia, no sólo la pérdida de la concreción material y la refracción de los afectos a un interior “seguro”, sino que también nos devuelve cruelmente aquella dualidad platónica que se tensiona entre lo que es y lo que parece. ¿Cuál es en este caso el mundo verdadero? ¿Cuál el aparente? El doble rizo nos sitúa en los bordes, esos que nos separan en un proceso complejo, que confina los cuerpos y enmudece los alientos, en un acto radical de igualdad que cuando se hace efectivo marca más que nunca las diferencias.

Los desniveles estrangulan los cuerpos, dividen los territorios y compartimentan los pensamientos, conformando capas de un subsuelo muchas veces inadvertido. G. Anders, observó con perspicacia algunas de las consecuencias derivadas de la cosificación que genera asincronías que nos sitúan problemáticamente entre el orgullo y la vergüenza casi a partes iguales.

Ahora, las pantallas, transformadas en muros atravesados únicamente por la luz, prefiguran la imagen y concretan lo virtual como real, que nos define como prisioneros de nuevas cavernas y nos obliga a discernir atisbos de verdad entre las sombras y reflejos de lo que olvidado ahora efectivamente se pierde.

Ante la realidad viral corporal, que nos demuestra cruelmente cuán débiles somos, apostamos por la otra realidad viral, la virtual; salvados los cuerpos, toca ahora salvaguardar la crítica de los peligros, no menos virales, que campan a sus anchas y que se autoreplican con el único objetivo de justificar ideológicamente el statu quo, aquel que asociamos a esa “normalidad” perdida, que insostenible, por insostenida e irracional, ya tañía las campanas que anunciaban el colapso.

Lo paradójico del proceso desvela una constante que se repite, a saber, la volubilidad de los escenarios sociales y políticos de un sistema cerrado, capaz de generar al mismo tiempo incertidumbres y certezas, estas últimas legitimadas por aquella letanía que proclama una visión hiperoptimista del crecimiento tecnológico. Paradójicamente, la autoconservación sustenta la artifización de los sujetos en un proceso en el que la naturaleza finalmente se desnaturaliza así misma. En este caso, la pregunta que nos acecha será: ¿cómo reaccionará lo oprimido?

El olvido conlleva una pérdida, pero no encubre las heridas de la naturaleza dañada, en cuyo reflejo contemplamos el agravio que nos enmudece. Mientras tanto, el homo mensura, origen de toda violencia, se resiste y se aferra con fuerza a su trono de oro sin querer darse cuenta de que la necesidad de autoconservación se transforma en el principio de su propia autoextralimitación.

Los paralelismos entre conocer y dominar, del paradigma baconiano, sustentan las estructuras de un sistema dirigido por un principio tan cruel como vacío, a saber, el dominio por el dominio; un hechizo que constituye finalmente el gran engaño que atraviesa todas las áreas de la realidad.

Las relaciones de dominio, derivadas de la querencia al poder, se contienen en el despliegue mismo de la razón occidental y ello implica que el proceso de intelectualización o, en términos weberianos, el desencantamiento del mundo extienda la lógica del dominio a los seres humanos, esto es, el dominador se vuelve dominado y el castigo solo se resuelve con la humildad que nos hace sabedores de nuestra condición de ser parte y no el todo.

La naturaleza, olvidada de sí, arremete contra el reduccionismo antropocentrista que anuncia una y otra vez la caída. Y, en este caso, ante la caída, quizás la mejor opción sea adoptar aquella máxima nietzscheana que dice que “si algo está cayendo, empújalo”.

El tránsito hacia nuevos paradigmas exige repensar las estructuras que conforman el horizonte de posibilidad, determinado por la producción de la producción, en el que ahora se cuestiona qué es esencial y que no. Ante la disyuntiva, el arte parece perder la batalla pues su esencial constitución de ser un “anti-instrumento” le hace escapar de la funcionalidad dominante, sin embargo, será precisamente la huída lo que lo dota de una función muy particular que corrige la razón dominante, revuelve las estructuras, deconstruye sistemas, preserva lo que se olvida y da expresión a lo que no la tiene. Y aunque el arte también se circunscribe a la lógica del dominio que lo retiene, su inmanente esencia es resistirse a ella.

Preguntarse por el sentido del arte y cuestionar su utilidad resulta tan desconcertante como preguntarse por el sentido mismo de la vida. Ha llegado el momento de reivindicar las prácticas artísticas y salvaguardar su desenvolvimiento ante eventuales enmudecimientos que cuestionan su necesidad; mas el arte siempre se mantendrá firme en su ineludible tarea.

Referencias: 

– ADORNO, Th. W. (2004): Teoría estética. Madrid: Akal.

– NANCY, Jean-Luc (2003): El sentido del mundo. Buenos Aires: La Marca.

– BLOCH, Ernst (2007): El principio de esperanza. Madrid: Editorial Trotta.

– ŽIŽEK, Slavoj (2020): Pandemia. La covid-19 estremece al mundo. Barcelona: Anagrama.

– ANDERS, Günther (2011): La obsolescencia del hombre (Vol. I). Sobre el alma en la época de la segunda revolución industrial. Valencia: Pre-textos.

Miriam Rodríguez Morán (Abadiño, 1983) es Doctora en Filosofía por la Universidad de Oviedo (2018) especializada en Estética y Teoría de las Artes por la Universidad de Oviedo (D.E.A, Programa de Filosofía: Problemas filosóficos del presente, 2010), en Estudios Sociales de la Ciencia y la Tecnología (Máster oficial de la Universidad de Oviedo y la Universidad de Salamanca, 2009), posee el CAP, Certificado de Aptitud Pedagógica para profesores de Educación Secundaria por el Instituto de Ciencias de la Educación de la Universidad de Oviedo (2008) y es Licenciada en Filosofía por la misma Universidad (2007). Ha sido profesora -colaboradora honorífica del Departamento de Filosofía de la Universidad de Oviedo, impartiendo clases, seminarios y conferencias invitadas para el C.H y dentro de las actividades y dependencias académicas (2013-2018), y miembro del comité organizador de los Seminarios de Estética y Semiótica Círculo Hermenéutico (2012-2018). Actualmente trabaja en el sector cultural y artístico desarrollando e implementando proyectos, trabajos expositivos, de formación e investigación. Ha impartido múltiples conferencias y cuenta con varias publicaciones y exposiciones.